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Ahora, la prensa nacional revaloriza la figura de Carlos Menem y lo eleva sobre Kirchner

Luego de bastardearlo durante años, la prensa nacional revaloriza la figura del ex presidente riojano, comparándolo con el Kirchnerismo y posicionándolo varios escalones por encima. Justo hoy, que se cumple un nuevo aniversario de la muerte de Néstor Kirchner. ¿Vos qué pensás? ¿Menem o Kirchner?

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A un año de la primera vuelta de las elecciones que definirán presidente y vice para el período 2015-2019, además de renovar la mitad de la Cámara de Diputados y un tercio del Senado, los comentarios sobre la situación del país se han tornado algo vacilantes y reiterativos. Proponemos ordenarlos brevemente en dos niveles de análisis: uno, el del perfil personal de los (pre)candidatos que ya han “salido al campo”; otro, el de los programas, discursos y valores que estos aspirantes están sosteniendo, con más parsimonia que entusiasmo. Muy escuetamente, habrá que agregar algo sobre el clima económico y social que soportan los argentinos.

No es novedad mencionar al esforzado terceto que desde hace meses casi monopoliza la anticipada intención de voto: Mauricio Macri , Sergio Massa y Daniel Scioli. Damos estos apellidos de origen italiano por orden alfabético, no con otra intención, ya que ocupan diferentes lugares en la grilla de partida, según la encuestadora que elijamos. Lo cierto es que cada uno bordea poco más o poco menos del 25% de votos prometidos.

Aunque el peronismo, cuya versión kirchnerista gobierna hoy, sigue dominando la escena política argentina, ninguno de los por ahora tres elegibles pertenece a lo que podríamos llamar la tradición o la cultura peronistas. Macri, el más opositor de los tres, es hijo de un fuerte industrial itálico, se ha recibido de ingeniero civil y ha presidido Boca Juniors, el más popular equipo de fútbol del país. No militó políticamente en su juventud y desde hace siete años es el jefe de gobierno de la ciudad autónoma de Buenos Aires. Fundó un nuevo partido, Pro, con aportes peronistas, radicales, liberales, y otros.

Massa y Scioli, si bien de variado origen, son ambos -y sin que esta descripción constituya menoscabo alguno- subproductos del peronismo menemista: el primero es hijo de un empresario de la construcción, integró los equipos del partido neoliberal de la Ucedé (cuyo jefe, Álvaro Alsogaray, apoyó firmemente a Menem) y por esta vía entró en el peronismo, hasta desempeñar, entre otros cargos, el de jefe de Gabinete de Cristina Kirchner; Scioli, por su parte, pertenece a una familia de comerciantes en el ramo de artefactos domésticos (que en 1989 apoyó al candidato radical Eduardo Angeloz), ha sido un destacado motonauta y Menem lo acercó a la tarea pública (como a otros deportistas), iniciando así una carrera que culminaría en la vicepresidencia de la Nación, otra vez junto a la señora de Kirchner. Hoy es gobernador de la provincia de Buenos Aires, en tanto Massa fue intendente de Tigre, próximo a la capital, y actualmente es diputado nacional.

Ninguno de estos tres precandidatos (en realidad podríamos llamarlos ya candidatos, porque no parece que alguien pueda vencerlos en las PASO) reposa en estructuras políticas tradicionales, es decir, en partidos firmemente constituidos en todo el país. Más bien son emergentes de la crisis del sistema de partidos que provocó, más que nadie, la administración menemista, con su apelación al cualunquismo y a las figuras del deporte y el espectáculo. Recuérdese, aparte de Scioli, a Carlos Reutemann y a Palito Ortega. Tanto Scioli como Massa, naturalmente, se apoyan en diferentes implantes peronistas, disfrazados de agrupaciones partidarias.

No nos olvidamos del cuarto actor de esta tragicomedia: la coalición FA-UNEN , extraña hidra policéfala, desprovista de la agresividad de su precursora griega clásica y que no atina a consolidarse con una sola cabeza, respetuosa hasta ahora del mandato de las primarias abiertas. Mientras siga teniendo hasta cinco postulantes (otra vez por orden alfabético: Binner, Carrió, Cobos, Sanz y Solanas), será incapaz de convertirse en genuina alternativa y socia igualitaria de eventuales coaliciones, y no podrá evitar, como máximo, transferencias masivas, y como mínimo inquietantes operativos fotográficos en idílicos escenarios provinciales.

Si dejamos de lado la fatigosa repetición de nombres propios. ¿qué se discute, cuáles son los valores o consignas que se agitan en esta campaña o precampaña que lentamente nos va envolviendo, por más que procuremos apartarla de nuestro tiempo libre, mejor servido por una buena lectura o una hermosa velada de música o cine?

Estamos entre los que piensan que en las campañas presidenciales resulta inevitable debatir acerca de valores y concepciones de país, antes que por asuntos municipales como el tapado de baches o el levantamiento de la basura. Esto no implica que los candidatos no dispongan de tres o cuatro propuestas específicas sobre temas de interés general (por ejemplo, la educación, el federalismo y la lucha contra la corrupción). Tampoco les impide referirse a asuntos locales en sus visitas a provincias, bien asesorados por compañeros de ruta lugareños. Por otra parte, se necesitan una correcta identificación de los adversarios (en todas las elecciones) y una no menos precisa ubicación de los posibles aliados (en las elecciones de doble vuelta). Hay que exigirles a los distintos candidatos o alianzas un programa completo para su eventual gobierno, sabiendo de antemano que muy pocos leerán ese mamotreto.

El discurso de los tres precandidatos principales está bastante alejado de esta expresión de deseos y se mueve, más modestamente, en lo que podría designarse “gestionismo”. Los tres coinciden en presentar a sus propias gestiones, actuales o del pasado, como ejemplares y creativas, y en general eluden la discusión sobre la gestión de los adversarios, por lo que, prácticamente, no hay discusión.

Un atisbo de ésta se ofrece, tal vez, cuando se plantea la relación con el gobierno nacional actual y con la presidenta Cristina Kirchner. Scioli se muestra cada vez más solidario y complaciente, mientras Macri parece dispuesto a profundizar sus diferencias. En cuanto a Massa, promueve con bastante eficacia su postura de ser, al mismo tiempo, oficialista y opositor. El aire que respiramos es, nuevamente, el de una entelequia menemista, que volvemos a definir como apolítica, aideológica y gestionista.

Las palabras izquierda y derecha, así como las claras referencias ideológicas y al combate cultural, sólo aparecen en recientes iniciativas y en el áspero relato del kirchnerismo en retirada; también, curiosamente, en el discurso aún no totalmente cristalizado de la alianza FAU-UNEN: véase, si no, la compartible expresión de Ernesto Sanz, que se proclamó “socialdemócrata, liberal y progresista” en su acto de presentación como candidato. No es seguro, de todos modos, que asumir este riesgo le traiga votos. Son los dos menemistas vergonzantes quienes parecen destinados al ballottage.

Los espera, en todo caso, una sociedad dividida. Aparte de los méritos que le reconocemos, el kirchnerismo no pudo ni quiso suturar las heridas causadas por el derrumbe económico-social de 2001-2002. Aprovechó el extraordinario viento de cola que incrementó los precios de nuestra producción primaria, recuperó la economía y redistribuyó (suavemente) el ingreso, pero se desentendió de los consensos políticos y del crecimiento de las instituciones. Hoy muchos argentinos oscilan entre sentimientos de rabia, resignación o indiferencia.

Podríamos estar a las puertas de una nueva crisis económica a comienzos de 2015 si no se mitiga una inflación cada vez más rebelde. Al mismo tiempo, hemos comprobado que el gobierno kirchnerista, atrapado en un proyecto familiar, no ha conseguido generar una sucesión razonable. Lo lamentamos, porque un heredero competitivo podría poner a prueba la vigencia o el fracaso del proyecto.

La ironía del asunto es que, por el momento, los dos probables rivales del ballottage de 2015, siempre y cuando no se forme una coalición ganadora u ocurra un milagro, son Sergio Massa y Daniel Scioli, menemistas por origen y por simpatías, aunque lo nieguen escandalizados.

No podemos menos que escuchar una carcajada del vilipendiado Carlos Menem, o, más educadamente, unas palabras pronunciadas en voz baja: “El que ríe último ríe mejor”.

Con Menem la inversión en infraestructura fue el doble que con Cristina
 

En su inexplicable enojo con Carlos Menem, Grupo Clarín construyó muchos de los ‘clichés’ que el kirchnerismo utiliza acerca de los años ’90. Una enorme tontería de Héctor Magnetto, con costo elevado aún cuando sobreviva a Cristina Fernández de Kirchner. Ahora, que el kirchnerismo explique (n especial ese ridículo sabelotodo Axel Kicillof) cómo es esto de que la inversión en infraestructura en los días de Menem era el doble que en los días K. Es decir que la telefonía, el gas, el agua potable, las cloacas, las rutas, los puertos, la energía eléctrica, el petróleo, etc. era más moderna con Menem que con los K.

Al final de cuentas ¿cuál fue la Década Ganada? Impecable trabajo del Instituto para el Desarrollo Social Argentino.

La inversión en infraestructura tiene una importancia central en el desarrollo económico y social.

Por un lado, incide decisivamente en las posibilidades de expandir la producción (trenes de carga, hidrovías y puertos, energía, telecomunicaciones).

Por el otro, determina de manera directa la calidad de vida de la población (autopistas, agua potable, cloacas).

En este sentido, un reciente estudio de la CEPAL alertó sobre la insuficiente inversión en infraestructura que prevalece en Latinoamérica, planteando que se debería destinar aproximadamente 6,2% del PBI para satisfacer los requerimientos de un crecimiento con sostenibilidad e inclusión.

Varios factores explican la subinversión en infraestructura. Generalmente los proyectos de infraestructura requieren esquemas de financiamiento sofisticados porque involucran grandes volúmenes de recursos, con plazos extendidos y mucha capacidad de gestión por tratarse de obras complejas que demandan planificación y administración. No menos importante es que exigen alta calidad política porque los beneficios no siempre son visibles ni redituables en el corto plazo.

La CEPAL estima para cada país de la región lo invertido en transporte, energía, telecomunicaciones, agua y saneamiento en las últimas tres décadas. Con relación a la Argentina, señala que:

> Entre los años 1980 y 1989 el país invirtió 2,9% del PBI en infraestructura.

> Entre los años 1990 y 1999 la inversión en infraestructura subió al 5,7% del PBI.

> Entre los 2004 y el 2012 la inversión en infraestructura volvió a ser de 2,9% del PBI.

Estos datos muestran que la Argentina no escapa a la situación regional de una marcada insuficiencia de inversión en infraestructura. En la década de los ’80 la crisis de la deuda externa tuvo una influencia importante.

La situación se modificó en la década de los ‘90 cuando la tasa de inversión se duplicó. Superada la crisis del año 2002, la inversión en infraestructura se recuperó, aunque de manera muy modesta. Resulta muy llamativo que en un contexto de histórica bonanza internacional, que le permitió a la Argentina recibir más de U$S 500.000 millones en concepto de exportaciones, y con tasa de interés internacionales inéditamente bajas, la inversión en infraestructura entre los años 2004 y 2012 haya sido similar a la década del ’80 y apenas la mitad a la de la década del ‘90.

Las diferencias en los niveles de inversión se explican por el sector privado. La fuerte expansión de la década de los ´90 se produjo porque se pasó de una situación en la que el Estado tenía el monopolio absoluto a otra donde el factor dinamizador fue la inversión privada. El ejemplo de las telecomunicaciones es muy ilustrativo. A partir de mediados de la década pasada el sector publico vuelve a tener un rol más protagónico (pasó del 0,7% al 2,1% del PBI) pero no llegó a compensar el desplome de la inversión privada (que pasó de 5% a 0,8% del PBI).

Esta regresión está asociada a que en la mentalidad oficial el sector privado no debe invertir en infraestructura. La realidad es que la exclusión del sector privado a lo largo de estos años no fue sustituida con inversión pública. Pero además en el sector público no sólo operaron limitaciones de gestión sino también el hecho de que resulta mucho más simple y atractivo el gasto público corriente que la inversión en infraestructura.

Hacer una autopista, dragar un puerto, enterrar una red de desagüe requieren estudios técnicos, licitaciones transparentes, mecanismos de control de calidad, ejecución de obra y los resultados no son inmediatos. En cambio, los programas asistenciales, como el Argentina Trabaja o el Progresar, requieren escasos esfuerzos de instrumentación y los beneficios electorales se capitalizan de manera directa e inmediata.

No hay posibilidades de desarrollo si no se duplica la inversión en infraestructura. Esto requiere, por un lado, salir de la atávica controversia ideológica público versus privado. El punto relevante no es la cuestión instrumental de quién financia y gestiona la inversión sino si los proyectos se ejecutan con eficiencia y calidad. Por el otro, el desarrollo de infraestructura requiere una dinámica política menos condicionada por la improvisación y el oportunismo, y más propensa a definir y sostener políticas de Estado de largo plazo.

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