Felipe Álvarez no es un asiduo usuario de Twitter, por eso cuando lo usa hay que prestar atención. En la tarde del lunes ‘linkeó’ una columna de opinión escrita por Dante Augusto Palma para Revista Veintitres. La compartimos con vos:
El Territorio de la Política
¿Existe una tensión entre suponer que la gran disputa política de la actualidad es la batalla cultural que se libra especialmente en el terreno de los medios masivos de comunicación y, al mismo tiempo, considerar como valor esencial del movimiento la militancia territorial? De la respuesta que demos a esta pregunta puede surgir este otro interrogante: ¿necesitamos más semiólogos que analicen los medios y disputen agenda o más militantes clásicos que “bajen” y construyan desde la base un poder territorial con características propias?
Para responder ambas cuestiones me voy a servir de algunas categorías de uno de los últimos libros del sociólogo español y experto en comunicación Manuel Castells: Comunicación y poder.
Lo que indica este académico, uno de los más citados en el mundo, es que, en la actualidad, la política es fundamentalmente una política mediática, es decir, transcurre en y a través de los medios masivos de comunicación. Todo pasa por allí, comenzando por el nivel de conocimiento que el electorado puede tener de un candidato. Pues tener presencia en los medios parece transformarse, de por sí, en un mérito y en un sinónimo de legitimidad y hasta de existencia (“Ser es ser publicado” diría Borges).
A su vez, la política mediática es la que hace que alcancen fama y respeto los asesores de imagen pues, bajo esta lógica, las campañas se basan en la instalación de agendas y candidatos, y en la práctica del acoso sistemático al adversario. Pero de la mano de estos dos aspectos Castells menciona un tercer elemento de la política mediática: la personalización. Esto significa que, bajo la suposición de que la construcción de significados se da a través de imágenes que se “incrustan” en el cerebro para desde allí construir redes de asociación, lo que hay que hacer es instalar una imagen y la imagen más fácil de instalar es la de un rostro (esto incluye el carácter, su aspecto, sus modos, etc.). Así, en la política mediática, votamos rostros, esto es, ni programas, ni partidos. Sólo rostros. En palabras de Castells: “Quizás el mecanismo más fundamental que vincula política mediática y personalización de la política sea lo que Popkin denominó ‘Racionalidad de poca información’ [cuando demuestra] que los votantes suelen ser ‘avaros cognitivos’ que no se encuentran cómodos manejando temas políticos complejos y que por lo tanto basan su voto en experiencias de la vida diaria como la información obtenida en los medios de comunicación y las opiniones basadas en la interacción diaria con su entorno (…). La manera más simple de conseguir información sobre un candidato es formarse opinión a partir de su aspecto y rasgos de personalidad”.
La consecuencia natural de esto es bastante curiosa pues los mismos medios que editorializan con tono decadentista el hecho real de la disolución de los partidos y los cultos personalistas, son los que ayudan a constituir el fenómeno que ellos mismos critican.
Pero volviendo a los interrogantes iniciales, si efectivamente la política hoy fuese nada más que política mediática, necesitaríamos aunar fuerzas para dar la disputa en el terreno de la comunicación masiva. Sin embargo, el kirchnerismo, al tiempo que da una enorme batalla en la arena de los medios, también se erige sobre un valor que algunos consideran anacrónico: la militancia. Por supuesto que entiendo que militante se puede ser en diversos órdenes y en distintas formas pero yo me estoy refiriendo a la celebración de la militancia territorial, la de los barrios, la del cara a cara y casa por casa, la del estrechar los vínculos comunitarios y solucionar los problemas cotidianos del vecino. Reivindicar este tipo de acción política, juzgan los críticos, es no comprender que la política en la posmodernidad es líquida, desterritorializada, pura fachada; es haberse quedado en categorías de la modernidad como soberanía, territorio y comunidades esencializadas. Además sería reproducir el verticalismo feudal que tanto habría caracterizado la constitución de identidades políticas en Latinoamérica.
Ahora bien, esta militancia tan antiposmoderna, que levanta banderas (aunque no prácticas) de los años ’70, y que en tiempos de dictadura fue resistencia, es la reivindicada por la mayoría de las agrupaciones juveniles que acompañan al Gobierno y que, pareciendo apoyar la lógica dilemática que planteé al principio, tienen un profundo rechazo a la exposición mediática. Así, salvo el caso a cuentagotas del “Cuervo” Larroque, prácticamente no hay referentes juveniles que provengan del territorio y circulen frecuentemente por los medios. Y los que tienen una historia más larga vinculados a movimientos sociales y solían aparecer con asiduidad en radio o televisión, como por ejemplo Luis D’Elía, hoy utilizan canales propios para no exponerse a la lapidación mediática de periodistas y audiencias que sólo los interpelan para confirmar prejuicios. Entiéndase bien: no es una crítica al accionar de los militantes en los medios. Es, simplemente, una descripción de lo que, parecerían, dos campos claramente delimitados: el de la política mediática y el de la militancia territorial.
Dicho esto, para finalizar, quisiera realizar algunas reflexiones tomando como disparadores los interrogantes iniciales. En primer lugar, hacer política, al menos en la Argentina, necesita de ambas patas: la mediática y la territorial. Así que hacen falta más comunicadores y más militantes de base. Si existen hombres y mujeres que pudieran desempeñar ambas funciones, mejor, y si no, que cada uno aporte en lo que pueda. En segundo lugar, me atrevería a afirmar, como hipótesis, que la razón profunda por la que la prensa hegemónica y su consecuente sentido común atacan a la militancia es porque esta le disputa el terreno donde hacer política. En otras palabras, la política mediática ha trasladado el ágora y el espacio público a los estudios de televisión buscando una política mediada, valga la redundancia, por el medio, esto es, por sus periodistas y, por sobre todo, por la propia lógica mediática que excede a esos mismos periodistas. Pero la militancia entiende que la política no se juega allí sino en el territorio, lejos de los efectismos de los rostros mediáticos, del cortoplacismo de las campañas y del vértigo de la información. Y esto plantea una disputa que tiene batallas ganadas para un lado y el otro: muchas veces la instalación mediática de un candidato no pudo contra la organización de base pero otras veces sí. Asimismo, antes, la política territorial suponía cierto control y garantía de ocupación del espacio público. Sin embargo, hoy, desde los medios tradicionales y las redes sociales virtuales también es posible movilizar masivamente más allá de que estas movilizaciones tengan, todavía, mucho de espasmódicas.
De esto se sigue que para hacer política hoy no hay que descuidar ninguno de los polos del falso dilema: hay que hacer militancia territorial pero también dar una disputa comunicacional en la que ningún gobierno la tiene fácil. Creer que la disputa debe darse sólo en la arena mediática es lo que lleva a creer que una derrota electoral es simplemente un “error de comunicación”, reduciendo la política a un asunto de expertos en marketing y candidatos simpáticos con buena llegada al mundo de la farándula. Lo que sucede en los medios es central y se disputa día a día en cada noticia y en cada agenda. Pero creer que la disputa debe darse exclusivamente en los medios dejando de lado lo que se cuece en el territorio, sería equivalente a la situación en la que un equipo de fútbol tiene que jugar una final de ida y vuelta y cree que lo que más le conviene es jugar los dos partidos de visitante.