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Una historia de renacimiento y resilencia a lo largo del tiempo

Gustavo Ottaviani, que renovó a la bodega con su vino, falleció en 2015 en un accidente. Por su muerte, continuó su legado el hermano, quien logró tener una capacidad de elaboración de 1 millón de litros y crear otras nuevas variantes de alto nivel. Una historia de renacimiento y resilencia a lo largo del tiempo.

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Bodega de Aminga tiene una historia extensa que incluye éxitos, fracasos, renacimientos, tragedias y resiliencia. La empresa riojana fue construida en 1948 durante el peronismo que creó tres en la provincia: Bodega Villa Unión, Nacarí y Fincas Aminga. La planta brilló en las décadas del 60 y 70, pero tras la hiperinflación de 1989 dejó de producir. Luego, reflotó en 2012, como parte de un plan de reactivación de la industria en el interior, propuesto por el gobierno riojano. En ese entonces, llegó un joven enólogo que creó una innovadora línea tanto en sabor cómo en su concepto, aunque al poco tiempo falleció en un accidente automovilístico. Luego, su hermano -también enólogo- lo suplantó y la empresa logró junto a otros tantos trabajadores no solo alcanzar el nivel inicial, si no también tener una capacidad de elaboración de 1 millón de litros y crear otras nuevas variantes de alto nivel.

«Bodega Cooperaativa Manuel Belgrano -su nombre de origen- funcionaba como una cooperativa porque los pueblos de la Costa riojana (que no tiene mar) venían a elaborar los vinos acá. Le fue muy bien durante 30 años hasta que en 1989 con la hiperinflación, que aumentaban los precios a cada hora, decidieron cambiar las vides por plantaciones de nogales y aceitunas. No hicieron vino y como les fue bien con esos otros cultivos, abandonaron la bodega durante 23 años», le explica a El Destape Daniel Vega, actual gerente de Bodega de Aminga.

«La Bodega reabrió en 2012 y se empezó a reparar toda porque estaba en ruinas; pasaron muchos años. Las piletas estaban vacías con el sistema antiguo, las maquinarias oxidadas. Bueno, se hicieron todas las reformas necesarias para dejarla como nueva: se compró maquinaria italiana de última generación, se hicieron piletas nuevas y se las pintó con epoxi. Y en 2013, se comenzó a elaborar vinos varietales con uva comprada en la zona», agrega quien comenzó en la empresa en el rol de comunicación, fotografía y diseño.

«Ese mismo año se contrató a un enólogo mendocino que trabajaba en Chilecito para que empiece a elaborar vino con uva de la Costa riojana: Gustavo Ottaviani. A mediados de 2013, se empezó a trabajar en una marca propia, nueva, el proyecto era que el producto fuera la mayor parte embotellado. En noviembre de 2013, ya teníamos la nueva línea: Febrero Riojano», recuerda Vega.

El nombre surge porque en La Rioja, febrero es un mes de puro festejo por el Carnaval. De hecho la Fiesta de la Chaya tiene una destacada presencia en la provincia. En rigor, es una vieja tradición religiosa de los viejos pueblos originarios de la ciudad, donde como parte del culto, se honra a la Pachamama arrojándose con alegría agua y harina de maíz.

En tanto, el logo de la flamante creación es una pintura de Pedro Molina, un artista riojano que concibió una etapa de su obra dedicada a la chaya. «El nos cedió los cuadros para que pudiéramos usarlos en la etiqueta», agrega Daniel.

En la idea del nombre y el concepto del vino, participaron Daniel Vega, Raúl Chacón y Gustavo Ottaviani. «La Rioja es una provincia que trabaja silenciosamente todo el año, pero en febrero se corta todo y nos dedicamos a festejar con el carnaval en una fiesta de todo el mes. Entonces decidimos reflejar ese espíritu como cara de nuestro producto. Entre charlas, asados y almuerzos bautizamos el vino e incluso fue casi una decisión familiar porque participaron toda gente querida y allegada de la idea», puntualiza Daniel.

Gustavo Ottaviani tenía unos 25 años cuando llegó a la ciudad riojana de Chilecito. Era oriundo de Mendoza, reservado, fanático de River Plate y con una familia de enólogos. De hecho, Fernando -uno de sus hermanos- continuó su legado tras su fallecimiento. Cuando llegó a Aminga estaba todo por hacerse, el joven lo comprendió con claridad y trabajó en consecuencia.

«Tenía 27 años cuando empezó con nosotros, vivía en la casa que está en la Bodega. Se dedicaba todo el tiempo a investigar: hasta hacía pruebas en laboratorios de otras bodegas para experimentar. Él era muy tímido, pero de a poco se animaba. En todas las movidas publicitarias que salíamos a mostrar nuestro vino lo empujábamos a que se codee con enólogos famosos. Nosotros queríamos que evolucione y termine haciendo trabajos en Francia», cuenta Vega, quien llegó a compartir charlas profundas con Gustavo, pese a su timidez.

«Le costaba entrar en confianza, pero una vez que entraba, bromeaba con el fútbol en especial. Una semana antes de su muerte hubo una fiesta en la bodega donde se presentó una diseñadora que hizo un desfile de modelos. Entonces estuvimos hasta tarde, y como ambos no nos gustaba la aglomeración de gente, nos apartamos y sentí que entramos en otro nivel de vínculo. De hecho, me comentó un montón de cosas personales», recuerda Daniel.

El 16 de enero de 2015, Gustavo salió de su casa para pasar a buscar a su novia y disfrutar ambos de sus vacaciones. Su compañera se encontraba en el departamento riojano de San Blas, por tanto, el enólogo debía manejar varios kilómetros para ir a su encuentro. El destino quiso que nunca llegara, ya que perdió el control de su Ford Ka en una curva de la Ruta Nacional 60 y volcó a 12 kilómetros de Aimogasta. Su cuerpo ya inerte quedó atrapado dentro del vehículo, tenía 29 años y mucho por hacer, aunque colaboró para cambiar la historia de Fincas de Aminga. Desde aquel fatídico día, una enorme fotografía suya -tomada por el mismo Daniel Vega- ocupa un lugar destacado entre las piletas y las barricas de la bodega.

Un legado que continuó por amor de su hermano
Tras la muerte de Gustavo, Daniel Vega conoció a su hermano Fernando. Luego de verlo por primera vez, pasó un tiempo y lo llamó para contarle que quería retomar el vino tal como lo había empezado Gustavo y le consultó a quién le podía recomendar.

«Entonces él me respondió: ‘Mirá, si a vos te parece, puedo ir una vez por mes, conseguimos a un técnico y me quedo en la empresa. Y así pudimos hacer el mismo Febrero del principio que se había desvirtuado, por intervención de otros enólogos, hasta que él llegó. Recién este año se fue de la empresa. Hicimos vinos nuevos, espumantes, como que sintió que ya había hecho todo para sostener el nivel, mejorarlo y por eso se fue», relata Daniel.

En la actualidad, Aminga no está exenta de la coyuntura político-economica. «Estábamos en un pleno ascenso que se vio interrumpido. En la provincia se pararon las obras públicas, lo cual generó mucha desocupación, ni hablar de los fondos coparticipables que nunca nos devolvieron, aumentó muchísimo la nafta, el dólar oficial, etcétera», opina Vega.

Consecuentemente, la empresa pasa días complejos de aumentos de costos y baja de ventas, aunque se mantiene firme. Más aún, en 2023, al cumplir 10 años lanzaron un Torrontés dulce y Febrero Mítico, un vino mucho más complejo que el que inició esta nueva etapa. En otras palabras, sostuvieron el legado de Gustavo y lo hicieron evolucionar. Una cosecha, cuyos frutos quedarán para siempre.

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