«Los dueños de los medios pueden decir todo lo que quieren decir en defensa de sus intereses, el gobierno puede decir todo lo que quiere a través de la TV Pública y sus diarios afines. Los que trabajamos en Página/12 o en Tiempo Argentino, hablo de los que hacemos realmente los diarios, no podemos escribir ‘Cristina fue abucheada’. Los de Clarín, La Nación o TN, no pueden decir ‘aplaudieron a Cristina’. No podemos decir eso y muchas cosas más. Ni hablar de nuestra paritaria. ¿Cuándo vamos a juntarnos todos en un blog que se llame ‘Me cago en vuestras almas’ (título tentativo, podemos buscar uno más elegante) para desarrollar allí nuestra propia agenda de noticias, escribiendo con nombre y apellido lo que tenemos y debemos escribir? No somos los dueños de los diarios, eso está claro. Sólo pretendo que podamos escribir lo que vemos, lo que sabemos, lo que pasa. Informar». Esta reflexión le pertenece a Carlos Rodríguez, periodista y delegado de Página/ 12 y circuló en las redes sociales.
El martes 29 de mayo los colegas de La Nación emitieron un comunicado cuestionando una editorial publicada bajo el título 1933, donde se trazaba una analogía entre el nazismo y los controles de precios a través de militantes que impulsa el gobierno nacional: «Los trabajadores del diario La Nación sentimos la necesidad de expresar públicamente nuestro más enérgico rechazo a este tipo de comparaciones impropias que no hacen más que exacerbar el odio, en momentos en que justamente desde el diario La Nación, entre otros medios, se critica al Poder Ejecutivo por incentivar un ‘Estado de crispación’ en la sociedad», y agregaron: «Llamamos a la reflexión a quienes banalizan hechos como el Holocausto Judío y la sangrienta dictadura cívico/militar, en pos de expresar su desacuerdo con medidas del actual gobierno nacional». El documento termina con una explícita defensa de la libertad de expresión «como un derecho de todos». Una asamblea de trabajadores en disenso con una política editorial. Ya había ocurrido. En abril pasado los trabajadores de Canal 7 cuestionaron la «demonización» de Juan Miceli, conductor de uno de los noticieros, que se había cruzado al aire con el diputado Andrés «Cuervo» Larroque por la ayuda a los inundados.
Hacer periodismo en Argentina se volvió una tarea compleja. La mayoría de los medios, en especial los electrónicos, está en manos de empresarios que tienen intereses que trascienden la comunicación. Eso determina que, en ocasiones, no duden en utilizar las estructuras periodísticas de las que disponen en defensa de sus intereses económicos o para facilitar otros negocios «más rentables». Lo que ocurre con los medios de Argentina es un fenómeno mundial pero en muy pocos lugares es tan explícito como acá. Por esa razón la regulación estatal es indispensable.
La comunicación constituye un servicio público aunque esté ejecutado por privados, entes públicos u ONGs. Los gobiernos son los responsables de establecer las reglas para que ese control no implique condicionamientos del poder político que afecten el derecho a la información. Aunque esta idea es de manual no es tan fácil de alcanzar. Los intereses en juego son muy grandes.
La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, justamente, fue la piedra de toque que profundizó el enfrentamiento entre el gobierno y el Grupo Clarín después de los desencuentros que tuvieron durante el conflicto con las entidades del campo. La pretensión del holding de ingresar en Telecom fue otro de los factores que determinaron la ruptura de una relación que había sido excelente hasta el 2007. Néstor Kirchner, incluso, llegó a aprobar la fusión de los cables que consolidaron la supremacía del grupo empresario en ese mercado. Lo cierto es que seis años después, en el campo de batalla mediático, la verdad dejó de ser importante como insumo básico de la información. No es relevante que algo sea cierto y esté chequeado para que se publique o emita. Es más importante que afecte al otro («el enemigo»).
El gobierno se parapetó en la televisión pública y apeló al Fútbol para todos como principal vehículo comunicacional. Instó a empresarios amigos a comprar medios e hizo uso y abuso de la publicidad oficial para premiar adhesiones y castigar disensos. El Jefe de Gobierno porteño Mauricio Macri y el gobernador de Córdoba, José Manuel De la Sota, quienes firmaron sendos decretos «en defensa de la libertad de prensa» (como si la Constitución Nacional no bastara para eso), tienen el mismo criterio de distribución de la publicidad oficial que el gobierno nacional. En el caso de Macri recomiendo leer el informe Quid pro Quo elaborado por el profesor Martín Becerra sobre distribución de la pauta oficial en CABA, Buenos Aires y Nación, durante el 2011, que podría traducirse como «más al que me quiere más». Sobre el dirigente cordobés es útil leerlo al senador del FAP Luis Juez: «el gobierno nacional utiliza la pauta oficial para repartir premios y castigos de manera arbitraria pero De la Sota hace lo mismo multiplicado por mil». Hay una lógica perversa: todos defienden la libertad de prensa, pero fuera de sus distritos.
En tanto, Clarín desplegó su poderosa estructura mediática compuesta por diarios, canales y radios, para erosionar al gobierno. Hace dos años logró fichar al periodista más talentoso y popular de su generación, Jorge Lanata. El fundador de Página/12 se convirtió en el crítico más feroz y temido por el gobierno. Desde su programa de televisión en Canal 13 se hicieron graves denuncias sobre lavado de dinero en cabeza del empresario Lázaro Báez, cuyo patrimonio creció durante la década kirchnerista. Vale señalar que más allá de la disputa mediática y política, la justicia argentina le debe a la sociedad una investigación seria y rigurosa sobre el enriquecimiento del empresario de origen chileno que se convirtió en el principal contratista de obra pública de Santa Cruz.
Existe una causa abierta en los tribunales federales que cuenta con cinco años de antigüedad y recién ahora se activó a partir de las denuncias televisivas. No importa quién brinda la información ni quién la pone en escena. Lo esencial es si es cierta y, en el caso de que se trate de delitos, si esos delitos pueden ser castigados. Cómo paradoja se puede señalar que el mismo fiscal que investiga a Báez, Guillermo Marijuán, hace años que tiene en sus manos una causa dónde se trata de determinar si medio millar de empresas argentinas lavaron dinero, entre ellas, Clarín. Como por arte de magia, la investigación resucitó recientemente.
Mientras tanto, en los próximos meses, la Corte Suprema de Justicia cerrará un capítulo clave de la contienda. Tendrá que fallar sobre la constitucionalidad de los artículos de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual que establecen la desinversión de los conglomerados empresarios que superan los límites de licencias establecidos en la norma. A través de una sucesión de medidas cautelares, Clarín logró suspender la aplicación durante cuatro años. A pesar de los errores y falencias de la norma, incluso de su condescendiente aplicación sobre el resto de los grandes jugadores mediáticos, lo que está en juego en la decisión del Alto Tribunal es la potestad de un Estado para regular un mercado a través de una ley del Congreso. Nada más ni nada menos.
Pero volviendo a la frase de Rodríguez. ¿Cómo deben moverse los periodistas en medio de la guerra? Sumo una propuesta entre tantas posibles. Toda organización periodística es piramidal. En esa estructura hay un nivel denominado de Edición. Son los periodistas que deciden qué se cuenta y cómo se cuenta, los que elaboran la «agenda periodística». En un medio electrónico esa facultad le corresponde, en general, al conductor del programa, en la gráfica le toca al editor. El gran compromiso de los periodistas es evitar que dicha agenda se «contamine» o quede alterada por los intereses económicos o políticos de los dueños del medio. Si los contenidos o los nombres de los entrevistados pasa por la decisión del gerente comercial y no del periodista, el derecho a la información queda vulnerado.
La pregunta inevitable es: ¿Qué pasa con los dueños? En general los periodistas no hablamos mal de la empresa que nos contrata –nos rajarían de inmediato– y eso tiene lógica, ningún trabajador lo hace. Pero tampoco estamos obligados a hablar bien de la misma o defender sus intereses «extra periodísticos». La lealtad laboral tiene un límite y es el compromiso que todo periodista debe tener con la verdad. Nadie está obligado a hacer mal su trabajo. Claro que no es fácil. Se trata de una pelea de todos los días. Para dar esas discusiones hay que estar convencidos y el éxito de la gestión será proporcional a la historia, nombre y trayectoria del periodista. No son iguales las posibilidades de un cronista que las de un jefe de redacción o de un reportero de calle en relación a un conductor de noticiero. Y también están los que mienten, manipulan o defienden intereses ajenos a la información a sabiendas, sea por ideología o por dinero. Esos no solo no rechazan prácticas inaceptables, por el contrario, son los que se suman a esas tareas con entusiasmo.
Los empresarios que comprendan mejor que el gran capital de un medio de comunicación es la credibilidad, serán menos reacios a aceptar este tipo de funcionamiento donde no se vulnera la línea editorial pero dónde la directriz editorial es la información y no los intereses particulares o los negocios. Esto también vale para los responsables de medios públicos.
Cómo trabajar sin incurrir en mala praxis. No valen las excusas. Cada uno sabe hasta dónde, cómo y de qué manera. También cuáles son las posibilidades reales de plantarse ante una decisión injusta o reprochable. Siempre queda la posibilidad de dar un paso al costado cuando se puede o se tiene con qué. Se puede expresar la disconformidad o el disenso. Esta nota no es una convocatoria abierta a inmolarse. Es, en todo caso, un llamado a defender un oficio que no es ni peor ni mejor que el del obrero o el del maestro pero que, a diferencia de esas nobles tareas, tiene un compromiso ético mayor.
Se puede decir que no.