La reciente confusión de la ministra de Seguridad Patricia Bullrich al anunciar con triunfalismo un decomiso de “más de 2 kilos de cocaína” que finalmente resultó ser talco para pies, desató una tormenta de críticas que va mucho más allá de la simple anécdota. Esta situación, en la que un hombre inocente pasó 21 días encarcelado en condiciones precarias en Mendoza, desnuda una cadena de errores y abusos en la estructura del sistema de seguridad argentino. El caso, lejos de ser un incidente aislado, deja en evidencia la política de criminalización acelerada y mediática que Bullrich promueve y que parece no tener reparo en cometer atropellos en nombre de la seguridad.
Maximiliano Acosta, un trabajador de 42 años oriundo de Mar del Plata, se encontró de pronto atrapado en un engranaje de errores desde que fue detenido el 2 de octubre, cuando Gendarmería le ordenó descender de un micro de larga distancia en Mendoza. Su “delito” fue parecer nervioso al pasar por un control. Este juicio intuitivo, que refuerza una peligrosa tendencia a la criminalización por “portación de cara”, fue suficiente para que la Gendarmería interpretara su incomodidad como una prueba de culpabilidad. Lo que siguió fue una serie de procedimientos apresurados y fallidos: sin pruebas contundentes, los gendarmes realizaron un narcotest que aparentemente corroboró la presencia de cocaína en los frascos de talco que Acosta llevaba para su venta. La presunción de inocencia quedó enterrada en el acto, y la fiscalía procedió a imputarle la posesión de estupefacientes con fines de comercialización, una acusación que automáticamente derivó en la prisión preventiva.
Durante las tres semanas que Acosta pasó en prisión, sufrió maltrato, robos de sus pertenencias y la indiferencia del sistema de seguridad. Le arrebataron su dignidad y hasta su libertad, y fue liberado sin una disculpa oficial ni mucho menos una indemnización. La fiscal a cargo de su caso, María Gloria André, ordenó una pericia química que demoró semanas en realizarse. Cuando finalmente se obtuvo el resultado, se confirmó lo que Acosta había gritado desde el principio: se trataba de talco para pies, un producto de higiene personal que había comprado para revender en tiempos de crisis. Su madre, desconsolada, relató cómo su hijo, angustiado y desorientado, fue arrojado en medio de la ruta, sin pertenencias y sin recursos, como si el Estado al que debía amparar hubiera decidido dejarlo a su suerte.
Este escandaloso episodio pone en relieve una serie de fallas graves en el proceder de Gendarmería y la ligereza con que Patricia Bullrich celebró el “logro” en sus redes sociales. Con un tono de burla y acusación, Bullrich anunció la detención de Acosta sin que existiera la mínima confirmación de la autenticidad de la supuesta droga. En su tuit, que todavía no ha eliminado a pesar del bochorno, Bullrich escribió con tono desafiante: “La seguridad de nuestro país va un paso adelante de los delincuentes. Las hace, las paga”. En su mensaje, la ministra hizo gala de su postura implacable y su falta de empatía, evidenciando la ideología represiva y acusatoria que caracteriza su gestión. La ministra no se molestó en disculparse cuando el caso fue desmentido, dejando en claro que la exposición pública de la supuesta victoria importaba más que la verdad y la integridad de los ciudadanos.
Pero el caso de Maximiliano Acosta es solo una muestra de los problemas más profundos y sistemáticos que afectan al sistema de seguridad. La falta de control en el uso de reactivos, el maltrato y la negligencia que sufrió el detenido, el robo de sus pertenencias mientras estuvo preso y su liberación en condiciones indignas muestran un panorama desolador. Acosta no es el único que ha experimentado los abusos de Gendarmería en su trato hacia las personas que consideran sospechosas. En los últimos meses, al menos 40 gendarmes han sido detenidos o imputados por su participación en redes de contrabando y corrupción en provincias como Tucumán, Jujuy y Salta. Esto demuestra que mientras Bullrich destaca los “éxitos” de la fuerza, muchos de sus integrantes están involucrados en actividades ilícitas, empañando la credibilidad y la efectividad de la institución.
En este contexto, la actuación de Bullrich y de Gendarmería sugiere un desprecio por las reglas y un énfasis en la visibilidad mediática por encima de la justicia y la profesionalidad. No es de sorprender que el caso de Acosta genere indignación, ya que se enmarca en un patrón preocupante de abuso y maltrato hacia los ciudadanos. El uso de herramientas deficientes, los procedimientos sumarios y el desdén por los derechos humanos recuerdan a prácticas represivas de otros tiempos, en los que la seguridad se utilizaba como pretexto para justificar atropellos. Este modelo de seguridad, que se enfoca en castigar antes que proteger, resucita viejas heridas y pone en peligro el futuro de una sociedad que debería basarse en la justicia y el respeto por los derechos fundamentales.
La historia de Acosta y el silencio de Bullrich luego de exponerlo a la humillación pública ponen en cuestión no solo la gestión de la ministra, sino la legitimidad de una política de seguridad que insiste en criminalizar y castigar sin pruebas concluyentes. Este es un llamado a repensar el rumbo de un sistema que, en su afán de mostrar resultados, no tiene reparos en sacrificar la vida y la libertad de personas inocentes.