Si perdimos (no importa que sea en la final del mundo, 1 a 0, en alargue, faltando un par de minutos y con el que a todas luces fue el mejor equipo de torneo) alguien en la cancha no representó con la masculinidad suficiente a esa potencia mundial que somos como país nosotros, los que lo vimos por la tele tomando cerveza. El fútbol nos sirve de excusa para medirnos la poronga como nación, y si resulta que un equipo nos gana, de repente nos la vemos chiquita y nos sale de adentro señalar a algún supuesto hijo de puta, porque las victorias que nos hacen sentir poderosos son muy nuestras, pero en las derrotas nos brota el Ramón Díaz y decimos “ah, pero yo no perdí, fue él”.
Messi, es cierto, no jugó como esperábamos en los últimos partidos. Pero no basta con remarcar que en vez de jugar para diez puntos jugó para siete: hay que decir que es cagón, puto, vigilante, que se escondió, que no pidió la pelota, que los huevos los tiene Mascherano (otra falacia que nos encanta creer para sentirnos más «hombres»: que los partidos se ganan sólo con huevos, traducidos en correr y gritar), que Maradona era mejor, que Pelé era mejor, que cualquier pelotudo que anda dando vueltas por ahí era mejor. Y entramos en una lógica ilógica en el que un tipo que disfruta de apilar muñecos y clavarla en un ángulo como nadie (porque no hay manera de ser excelente en algo si no lo gozás), está jugando el partido que todo futbolista sueña con jugar y de pronto le da lo mismo ganar que perder. O le da miedo, o no soporta la presión. Justo él, que ganó todo y gambeteó a todos y vive con cien millones de ojos encima (o en todo caso, si de verdad la tensión lo desbordó, ¿no está en su derecho? ¿No es humano? ¿Eso lo hace merecedor de insultos?).
Lo único que separó al “pecho frío” de Messi de un héroe nacional fue que el tiro libre del final no entró. Ahí sí hubiéramos sido nosotros los que pateamos a través de su pierna y llevamos a la Argentina al lugar adonde creemos que tiene que estar en todos los órdenes de la vida:el escalón más alto del podio, el oro, el trofeo, la gloria indiscutible. Ahí sí sentíamos al 10 como nuestro, porque era tan perfectísimo como nos creemos nosotros y nos daba lo que más queremos en el mundo: que nadie nos pueda decir “che, parece que somos mejores que ustedes en esto”. Que haya 207 países de FIFA abajo nuestro (incluido Brasil) y sólo uno arriba no importa:alguien tiene que pagar con su sangre por esta insoportable humillación.
Yo quería ganar. Yo quiero ganar siempre. Yo grito y puteo y me enojo porque quiero ganar hasta jugando al papi fútbol los sábados. No festejo el subcampeonato: yo quería la copa. Pero no se me va la hombría en reconocer que, esta vuelta, alguien jugó un poquito, apenas, mejor que yo. Y mucho menos voy a tratar de salvar una identidad nacional ficticia e inflamada por la soberbia despedazando a uno de los mejores jugadores de la historia, el cual, por suerte, tiene puesta la camiseta que más quiero.
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